Estimad@s estudiantes, les dejo la tarea que formará parte del portfolio a fin de mes. La fecha de entrega de esta tarea será el martes próximo, 17/5.
La tarea puede ser realizada de manera individual o en parejas. Deberá ser entregada en formato papel (a mano o impresa) en hoja aparte, de forma prolija, con nombre de integrante/s.
Tarea:
A- Lee atentamente el texto.
B- Realiza un resumen del texto con tus palabras.
C. Realiza un esquema con las ideas más importantes.
Texto tomado y adaptado de Gombrich, E. Breve Historia del mundo.
Capítulo: UNA NUEVA ERA (Pág.
134-140):
¿Conservas cuadernos de cursos
anteriores o algún tipo de objetos viejos? Al hojearlos, uno se sorprende —
¿verdad que sí?— de lo que ha cambiado en el
poco tiempo transcurrido
desde entonces. Nos extrañamos
de cómo escribíamos. De las
faltas y de los aciertos. Y, sin embargo, no nos dábamos cuenta de
estar cambiando. Así ocurre también con
la historia del mundo.
Sería estupendo que, de pronto, pasaran a caballo unos
pregoneros por las calles y
nos anunciaran: « ¡Atención! ¡Comienza una
nueva era!». Pero las cosas
no son así:
las personas cambian sus
puntos de vista y
apenas se percatan. Y, de pronto, lo
advierten; como tú cuando examinas antiguos cuadernos de clase. Entonces
se sienten ufanos y
dicen: «Somos la nueva época». Y suelen añadir: « ¡Antes, la gente era estúpida!».
Algo parecido ocurrió en las ciudades italianas en los años posteriores al 1400. Principalmente
en las ricas y grandes ciudades de Italia
central, sobre todo en Florencia.
Los burgueses de Florencia no consentían ya que los emperadores alemanes
les dictaran órdenes. Eran tan
libres e independientes como lo habían sido en
otros tiempos los ciudadanos de
Atenas. Poco a poco, estos burgueses
—comerciantes y artesanos— fueron considerando importantes ciertas cosas que no
lo habían sido para los caballeros y
artesanos de tiempos anteriores, en la auténtica Edad Media.
No se tenía mucho en cuenta
que alguien fuera un guerrero
o artesano de Dios que sólo actuaba en su honor y a su servicio. Sobre todo
se quería que la gente fuese
capaz, que supiera e hiciera cosas y tuviera juicios propios. Que no preguntara a nadie por
su opinión y no pidiera a nadie su aprobación. Que no consultara libros antiguos para
saber cuáles habían sido
los usos y costumbres de antaño,
sino que abriera los ojos y aferrara las cosas. Eso era lo que les interesaba. Abrir los ojos y echar mano
de las cosas. Se consideraba más o menos
secundario que uno fuera
noble o pobre, cristiano o hereje, o que observara o no todas
las reglas del gremio (agrupación medieval por oficios). Lo
principal eran la autonomía, la eficiencia, la inteligencia, el conocimiento y
la energía. Se preguntaba poco por el origen,
la profesión, la religión o la patria; la pregunta era, más bien: ¿qué
clase de persona eres?
Y, de pronto, hacia
1420, los florentinos se dieron cuenta de que
eran distintos de cómo se había
sido en la Edad
Media. De que valoraban otras cosas. De que
les parecían bellos objetos que no
se lo habían parecido a sus antepasados. Las antiguas catedrales y cuadros les
resultaban tenebrosos y rígidos; las
antiguas costumbres, aburridas. Buscaban algo tan
libre, independiente y sin prejuicios como a ellos les
gustara. Entonces descubrieron
la Antigüedad. La
descubrieron correctamente. Para ellos
no tenía importancia que la gente
de entonces hubiera sido pagana.
Lo único que les
sorprendía era la eficiencia
de aquellas personas. Con qué libertad habían debatido sobre todas
las cuestiones de la
naturaleza y el mundo, con
razonamientos y contraargumentos; cómo
se habían interesado por todo.
Aquellas personas eran ahora los grandes modelos. Sobre todo, por supuesto, en ciencia.
La gente salió literalmente a la caza de libros
latinos y se hicieron esfuerzos por
escribir en un latín tan bueno
y claro como el de los auténticos romanos. También se aprendió griego y se disfrutó con
las magníficas obras de los
atenienses de la era de Pericles. Pronto comenzaron a interesarse mucho más
por Temístocles y
Alejandro Magno, por
César y Augusto
que por Carlomagno o Barbarroja.
Era como si todo el tiempo intermedio hubiera sido sólo un
sueño, como si la libre Florencia fuera a convertirse en una ciudad como
Atenas o Roma. La gente tuvo
de pronto la sensación de que
aquel tiempo antiguo y pasado de la cultura griega y romana había renacido.
Ellos mismos se consideraban como
recién nacidos por medio
de aquellas obras antiguas. Por
eso se hablaba mucho de «Rinascimento», palabra italiana que significa «renacimiento». La culpa de lo que quedaba en medio era, según se creía, de
los feroces germanos,
que habían destruido
el imperio. Los florentinos querían hacer resurgir con
sus propias fuerzas el espíritu antiguo.
Les entusiasmaba todo lo
que
fuera del tiempo de
los romanos, las magníficas estatuas
y los suntuosos
y grandes edificios cuyas ruinas
aparecían por toda Italia.
Antes las llamaban «ruinas del tiempo de los paganos», y eran más bien
objeto de temor que de observación
atenta. Ahora, de pronto, se daban cuenta de su belleza. Y así, los florentinos comenzaron a construir
otra vez
con columnas. Pero no
sólo se buscaron cosas antiguas, sino que se contempló, además, la
propia naturaleza de una forma tan nueva y
sin prejuicios como lo
habían hecho los atenienses 2.000 años antes. Se descubrió lo hermoso que era el mundo, el
cielo y los árboles, las personas, las
flores y los animales. Se pintaron las cosas tal como se veían.
Ya no de manera solemne,
grandiosa y sagrada, según se representaban en las historias santas de los
libros de los monjes y las vidrieras
de las catedrales, sino con viveza
y gracia, con desenvoltura y
naturalidad, con claridad y exactitud, tal como
se quería que fuera
todo. Abrir los ojos y aferrar las cosas era también la
mejor actitud en asuntos de arte. Esa era la razón de que, en aquel tiempo, vivieran en Florencia los más grandes
pintores y escultores.
Estos pintores no se sentaban ante sus cuadros para reproducir el mundo como unos buenos
artesanos. Querían
comprender además todo lo que pintaban. Hubo sobre
todo un pintor en Florencia
para quien no
fue suficiente pintar buenos cuadros, por bellos que sean. Y eso que los suyos eran,
incluso, los más hermosos. Quería saber cómo
eran en realidad todas aquellas cosas que pintaba, y cuál la relación
existente entre ellas. Este pintor se llamaba
Leonardo da Vinci. Era hijo de una
muchacha campesina y vivió de 1452 a 1519. Quería saber cuál es el aspecto de una
persona cuando llora y cuando ríe,
cómo se ve por
dentro un cuerpo humano —los músculos, los huesos y los tendones—. Para ello
pidió que le trajeran de los
hospitales cadáveres de personas muertas y
los diseccionó y
estudió. Aquello era entonces
algo totalmente insólito (…). Cuando
deseaba saber algo, se dedicaba a hacer
experimentos. No daba mucho crédito a la sabiduría libresca de sus contemporáneos y fue el primer hombre
que se dispuso a conocer de forma experimental todas las cosas
de la naturaleza. Dibujaba
sus observaciones y las apuntaba en
notas y cuadernos que guardaba y cuyo
número era cada vez mayor. Al hojear actualmente sus apuntes, uno se sorprende
a cada momento de que un
solo hombre pudiera estudiar y experimentar tantas cosas de las
que entonces nadie sabía, o no quería saber, nada.
Pero sólo una
mínima parte de sus contemporáneos llegó a sospechar que aquel pintor famoso
había realizado tantos
descubrimientos y tenía opiniones tan
insólitas. Era zurdo y escribía
con una letra diminuta y vuelta del revés que resulta imposible de leer. Esto le
vino muy bien, probablemente, pues en aquel
tiempo no dejaba de ser peligroso
tener opiniones independientes. Así, entre sus
anotaciones, leemos la siguiente
frase: «El Sol no se mueve». No
pone nada más. Pero esas palabras nos
permiten ver que Leonardo sabía que la Tierra gira en
torno al Sol, y que no es el Sol el que
da la vuelta cada día alrededor de la
Tierra, como se había
creído durante miles de
años. Quizá Leonardo se
limitó a esta única frase porque sabía que en la Biblia no se
decía nada de ello y que muchos creían
que, después de 2.000 años, las
cosas de la naturaleza se debían seguir
viendo como las habían visto los judíos
cuando se escribió la Biblia.
Pero lo que llevó a Leonardo a guardarse
para sí todos sus maravillosos descubrimientos no
fue sólo el
miedo a ser
considerado un hereje.
Conocía muy bien a
los humanos y sabía que lo emplean todo para matarse unos a otros.
(…) No todos los inventores
fueron, por desgracia, tan buenas personas como Leonardo da Vinci, y así los
seres humanos han llegado a saber desde hace
tiempo lo que él no
quiso enseñarles. : En la época
de Leonardo da Vinci había en
Florencia una familia especialmente
rica y poderosa. Eran comerciantes de lana y
banqueros. Se llamaban los Médicis y,
con su consejo e influencia, dirigieron la historia de la ciudad casi todo el tiempo entre los años
1400 y 1500, como lo había hecho antiguamente Pericles en
Atenas. El principal miembro
de la
familia fue Lorenzo de Médicis,
llamada «el Magnífico» por el
hermoso uso que dio a su gran riqueza.
Se preocupaba
por todos los
artistas y eruditos.
Si se enteraba
de la existencia de algún
joven dotado, lo llevaba
a su casa
y le proporcionaba instrucción.
Por las costumbres de aquella casa puedes ver cómo pensaba la gente de entonces. No había allí en la mesa ningún orden de preferencia por el que los más
ancianos y nobles se hubieran de sentar
en la cabecera, sino que el primero en aparecer ocupaba el lugar preferente junto a Lorenzo
de Médicis, aunque fuera un
muchacho aprendiz de pintor; y
quien llegaba el último, se sentaba al final, aunque se
tratara de un embajador.
Todo aquel
placer nuevo por el mundo, por
las personas eficientes y los objetos
hermosos, por las ruinas y los
libros de romanos y griegos fueron imitados pronto en todas partes, pues
una vez que se ha descubierto algo, el resto de
la gente no
tarda en aprender.
En la corte
del papa, que
se encontraba de nuevo en Roma,
se llamó a
los grandes artistas para que construyeran palacios e iglesias
según el nuevo estilo o los
decoraran con cuadros y
esculturas. En particular, cuando
algunos clérigos ricos
de la familia de los Médicis fueron elegidos papas, vivieron en Roma los mayores artistas de toda Italia, que crearon allí sus obras más grandes. Es cierto que la nueva manera
de ver
las cosas no
estaba siempre en consonancia con la antigua piedad y, por tanto, los papas de entonces fueron menos sacerdotes y curas de
almas de la
cristiandad que príncipes magníficos deseosos de conquistar
Italia y que gastaron de su capital
inmensas sumas de dinero para maravillosas obras de arte.
Esta actitud de renacimiento de la Antigüedad pagana se había extendido igualmente por
las ciudades de Alemania y
Francia. Los burgueses comenzaron también allí a interesarse poco a poco
por las nuevas ideas
y formas y se dedicaron a leer
nuevos libros en latín. Esto era más fácil y barato desde 1453, pues, ese año, un alemán realizó un gran
invento; un invento tan extraordinario como la invención de las
letras por los fenicios.
Se trataba del arte de la imprenta. Hacía tiempo que
se conocía en China —y desde hacía algunas décadas, también en Europa—
la posibilidad de impregnar con tinta negra
planchas de madera talladas e imprimirlas después sobre papel. Pero el descubrimiento del alemán Gutenberg consistió en
tallar letra a
letra en taquitos de madera, y no
placas enteras. Esos taquitos se podían colocar a continuación en una
especie de cajas
que se sujetaban en
un marco y se
imprimían cuantas veces se deseara. Una vez hecho un número suficiente de copias impresas de la página, se separaba el
marco, y las letras podían volver a componerse. Era sencillo y barato. Más sencillo y barato, por supuesto, que cuando se
copiaban los libros uno a uno en un trabajo
de años, como tuvieron que
hacer los esclavos
romanos y griegos y
los monjes. Pronto hubo
en Alemania e Italia un gran
número de imprentas y de libros
impresos, Biblias y otros
escritos, y se comenzó a leer con
pasión en las ciudades y hasta en el
campo.
Pero por
aquel entonces otro descubrimiento transformó el mundo más todavía. Fue la
invención de la pólvora. Los
chinos la conocían
también, probablemente, desde
hacía tiempo, pero
la emplearon sobre
todo para fuegos artificiales y cohetes. Fue en Europa donde, a partir del año
1300, se comenzó a disparar cañonazos contra castillos
y personas. Y no pasó mucho
tiempo hasta que los soldados
individuales tuvieron en sus manos enormes y toscas armas de
cañón. Es cierto que
era más rápido disparar con arcos
y flechas. Un buen arquero inglés podía lanzar por entonces 180 flechas en un cuarto
de hora, que es
lo que le costaba a un
soldado cargar el arcabuz y hacer
fuego con una mecha
encendida. Sin embargo, en la Guerra de los Cien Años entre Francia
e Inglaterra se utilizaron ya en varias
ocasiones cañones y armas individuales, que se difundieron cada vez más
a partir de 1400.
Pero aquello no era digno de caballeros.
No se
consideraba caballeresco
meterle a alguien
una bala en
el cuerpo desde lejos.
Ya sabes que los caballeros estaban
acostumbrados a galopar
unos contra otros
para desmontar al adversario. Ahora,
para defenderse de las balas de los ejércitos de ciudadanos tenían que llevar armaduras cada vez más pesadas y
gruesas y pronto dejaron de montar a
caballo con cotas
de malla; y,
con aquellas corazas, comenzaron a parecer hombres de hierro. Apenas podían moverse. Aquello era, sin
duda, muy imponente, pero daba
un calor terrible y
no resultaba nada práctico.
Esa es la razón de que se llame el último caballero al
emperador alemán que gobernó en torno al
año 1500. Su nombre era Maximiliano y pertenecía a la familia de los
Habsburgo, cuyo poder
y riqueza no
habían dejado de aumentar desde el rey Rodolfo
de Habsburgo. A partir de 1438 esta
familia no fue sólo
poderosa en su propia tierra
austríaca, sino tan influyente en general que únicamente se elegía
emperadores alemanes a los Habsburgo. Sin embargo, la mayoría de
ellos, y también Maximiliano, el
último caballero, lucharon mucho y
tuvieron numerosas preocupaciones con los
nobles y príncipes alemanes
que gobernaban casi sin cortapisas
en sus
feudos y a menudo no querían siquiera seguir al emperador a la guerra cuando se lo
ordenaba.
Desde que había
dinero, ciudades y pólvora, la concesión de tierras con sus campesinos como recompensa por servicios
de guerra había quedado tan anticuada como la
propia caballería. Por eso, en las guerras que
mantuvo contra el rey
francés por las posesiones en Italia, Maximiliano no
entró ya en combate con sus caballeros
sino que pagó soldados que, a partir de
entonces, fueron a la guerra para
ganar dinero. Esos soldados recibían el nombre de lansquenetes. Eran unos
tipos feroces y toscos,
vestidos con ropas increíblemente llamativas; personas cuyo mayor
disfrute consistía en saquear. No luchaban por
su patria, sino por dinero, y marchaban con quien más
les pagara. Por eso el emperador
necesitaba mucho dinero. Y como no lo
tenía, hubo de pedir prestado a comerciantes ricos que
vivían en las ciudades. A cambio, tuvo
que mostrarse amable con éstas, lo cual molestó a los caballeros que
vieron cómo eran cada vez más
prescindibles.
A Maximiliano no le gustaba en
absoluto tener que atender a todas aquellas preocupaciones tan
complicadas. Habría
preferido participar en
torneos, como los caballeros de antes,
y describir sus aventuras en versos
hermosos a la dama de su corazón. Era una extraña combinación de viejo y nuevo, pues
le gustaba mucho el nuevo arte
y no cesaba
de pedir al máximo pintor alemán, Alberto Durero,
que había aprendido mucho de los italianos, pero aún más de sí mismo, que realizara cuadros y grabados para darle
fama. Así, el primer artista
nuevo alemán nos retrata en sus
magníficos cuadros el auténtico
aspecto del último caballero. Sus
pinturas, al igual que los cuadros y
edificios de los
grandes artistas de
Italia, son los
«pregoneros» que anunciaron a
la gente: «¡Atención!
¡Ha comenzado una nueva era!».
Y, si hemos llamado noche estrellada a la Edad Media,
debemos considerar a esta nueva época
despierta que se inició
en Florencia como una
clara y lúcida mañana.
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