miércoles, 11 de mayo de 2016

2°: Tarea especial- Portfolio

Estimad@s estudiantes, les dejo la tarea que formará parte del portfolio a fin de mes. La fecha de entrega de esta tarea será el martes próximo, 17/5.

La tarea puede ser realizada de manera individual o en parejas. Deberá ser entregada en formato papel (a mano o impresa) en hoja aparte, de forma prolija, con nombre de integrante/s.

Tarea:

A- Lee atentamente el texto.

B- Realiza un resumen del texto con tus palabras.

C. Realiza un esquema con las ideas más importantes.



Texto tomado y adaptado de Gombrich, E. Breve Historia del mundo.

Capítulo: UNA NUEVA ERA (Pág. 134-140):

¿Conservas cuadernos de  cursos  anteriores o algún  tipo  de  objetos  viejos? Al hojearlos, uno se sorprende — ¿verdad que sí?— de lo que ha cambiado en el  poco   tiempo  transcurrido  desde  entonces. Nos   extrañamos  de   cómo escribíamos. De las faltas  y de los aciertos.  Y, sin embargo, no nos dábamos cuenta de estar cambiando. Así ocurre  también con la historia del mundo.
Sería estupendo que,  de pronto, pasaran a caballo  unos  pregoneros por  las calles  y  nos  anunciaran: « ¡Atención!  ¡Comienza una  nueva era!».  Pero  las cosas  no  son  así:  las  personas  cambian sus  puntos de  vista  y  apenas  se percatan. Y, de  pronto, lo  advierten; como  tú  cuando examinas antiguos cuadernos de  clase.  Entonces   se  sienten ufanos   y  dicen: «Somos  la  nueva época». Y suelen  añadir: « ¡Antes, la gente era estúpida!».
Algo  parecido ocurrió en  las ciudades italianas en  los años posteriores al 1400. Principalmente en las ricas  y grandes ciudades de  Italia  central,  sobre todo  en Florencia.  Los burgueses de Florencia no consentían ya que los emperadores alemanes les  dictaran órdenes. Eran  tan  libres  e  independientes como  lo habían sido  en  otros  tiempos los ciudadanos de Atenas. Poco a poco,  estos burgueses —comerciantes y artesanos— fueron considerando importantes ciertas cosas que no lo habían sido para  los caballeros y artesanos de tiempos anteriores, en la auténtica Edad  Media.
No se tenía mucho en cuenta que  alguien fuera  un  guerrero o artesano de Dios que sólo actuaba en su honor y a su servicio.  Sobre todo  se quería  que la gente  fuese  capaz,  que  supiera e hiciera  cosas y tuviera juicios propios. Que no  preguntara a nadie  por  su  opinión y no  pidiera a nadie  su aprobación. Que no consultara libros  antiguos para  saber  cuáles  habían sido  los usos  y costumbres de antaño, sino que abriera los ojos y aferrara las cosas. Eso era lo que  les interesaba. Abrir  los ojos y echar  mano  de  las cosas.  Se consideraba más  o menos  secundario que  uno  fuera  noble  o pobre,  cristiano o hereje,  o  que  observara o no  todas  las reglas   del   gremio (agrupación medieval por oficios). Lo principal eran la autonomía, la eficiencia, la inteligencia, el conocimiento y la energía. Se preguntaba poco por el origen,  la profesión, la religión o la patria; la pregunta era, más bien: ¿qué clase de persona eres?
Y, de  pronto, hacia  1420,  los  florentinos se  dieron cuenta de  que  eran distintos de  cómo  se había  sido  en  la Edad  Media.  De que  valoraban otras cosas.  De que  les parecían bellos  objetos  que  no se lo habían parecido a sus antepasados. Las antiguas catedrales y cuadros les resultaban tenebrosos y rígidos;  las antiguas costumbres, aburridas. Buscaban algo  tan  libre, independiente y sin prejuicios como a ellos  les  gustara. Entonces descubrieron  la  Antigüedad.  La  descubrieron  correctamente.  Para  ellos no tenía importancia que  la  gente  de  entonces hubiera sido pagana. Lo único  que  les  sorprendía era  la  eficiencia  de  aquellas personas. Con  qué libertad habían debatido sobre  todas  las  cuestiones de  la  naturaleza y  el mundo, con razonamientos y contraargumentos; cómo  se habían interesado por todo.  Aquellas personas eran  ahora  los grandes modelos. Sobre todo,  por supuesto, en ciencia.
La gente  salió literalmente a la caza de libros latinos y se hicieron esfuerzos por  escribir  en un latín  tan bueno  y claro como el de los auténticos romanos. También se aprendió griego y se  disfrutó con  las  magníficas obras  de  los atenienses de la era de Pericles. Pronto comenzaron a interesarse mucho más por  Temístocles  y  Alejandro  Magno,    por  César  y  Augusto  que   por Carlomagno o Barbarroja. Era como si todo el tiempo intermedio hubiera sido sólo  un  sueño,  como  si la libre Florencia fuera  a convertirse en una  ciudad como  Atenas o Roma.  La gente  tuvo  de  pronto la sensación de que aquel tiempo antiguo y pasado de la cultura griega y romana había renacido. Ellos mismos se consideraban como  recién  nacidos por  medio  de  aquellas obras antiguas. Por eso se hablaba mucho de «Rinascimento», palabra italiana que significa  «renacimiento». La culpa  de lo que quedaba en medio  era, según se creía,   de   los   feroces   germanos,  que   habían  destruido  el  imperio.  Los florentinos querían hacer resurgir con sus propias fuerzas el espíritu antiguo.
Les  entusiasmaba  todo  lo  que  fuera  del  tiempo  de  los  romanos,  las magníficas  estatuas  y   los   suntuosos  y   grandes edificios cuyas ruinas aparecían por  toda  Italia.  Antes   las  llamaban «ruinas del  tiempo de los paganos», y eran más bien objeto de temor  que de observación atenta. Ahora, de pronto, se daban cuenta de su belleza.  Y así, los florentinos comenzaron a construir otra  vez  con  columnas. Pero  no  sólo  se buscaron cosas  antiguas, sino que se contempló, además, la propia naturaleza de una  forma  tan nueva y  sin  prejuicios como  lo  habían hecho  los  atenienses 2.000 años antes.  Se descubrió lo hermoso que era el mundo, el cielo y los árboles,  las personas, las flores y los animales. Se pintaron las cosas tal como  se veían.  Ya no  de manera solemne, grandiosa y sagrada, según se representaban en las historias santas de los libros de los monjes  y las vidrieras de  las catedrales, sino  con viveza  y gracia,  con desenvoltura y naturalidad, con claridad y exactitud, tal como  se quería  que  fuera  todo.  Abrir  los ojos y aferrar las cosas era también la mejor actitud en asuntos de arte. Esa era la razón  de que, en aquel  tiempo, vivieran en Florencia los más grandes pintores y escultores.
Estos  pintores no se sentaban ante  sus cuadros para  reproducir el mundo como unos  buenos  artesanos. Querían  comprender  además  todo lo que pintaban.  Hubo sobre  todo un pintor en Florencia  para   quien  no   fue suficiente pintar buenos cuadros, por bellos que  sean. Y eso que los  suyos eran,  incluso,  los más  hermosos. Quería saber  cómo  eran en realidad todas aquellas cosas que pintaba, y cuál la relación existente entre  ellas. Este pintor se llamaba Leonardo da Vinci. Era hijo de una  muchacha campesina y vivió de 1452 a 1519. Quería saber  cuál es el aspecto  de una  persona cuando llora y cuando ríe,  cómo  se ve  por  dentro un  cuerpo humano —los  músculos, los huesos y  los  tendones—. Para  ello  pidió  que le trajeran de  los  hospitales cadáveres  de  personas muertas  y  los  diseccionó  y  estudió.  Aquello era entonces algo totalmente insólito (…).  Cuando deseaba saber  algo, se dedicaba a hacer experimentos. No daba  mucho crédito  a la sabiduría libresca  de sus contemporáneos y fue el primer hombre que  se dispuso a conocer  de forma experimental todas  las cosas  de  la naturaleza. Dibujaba sus  observaciones y las apuntaba en notas  y cuadernos que guardaba y cuyo número era cada vez mayor. Al hojear actualmente sus apuntes, uno se sorprende a cada momento de  que  un  solo hombre pudiera estudiar y experimentar tantas cosas  de  las que entonces nadie  sabía, o no quería  saber, nada.
Pero  sólo una  mínima parte  de sus  contemporáneos llegó  a sospechar que aquel  pintor famoso  había  realizado tantos descubrimientos y tenía opiniones tan  insólitas. Era zurdo y escribía  con una  letra  diminuta y vuelta del  revés que resulta imposible de leer. Esto le vino muy  bien, probablemente, pues  en aquel  tiempo no dejaba  de ser peligroso tener opiniones independientes. Así, entre sus  anotaciones, leemos  la siguiente frase: «El Sol no  se mueve». No pone  nada más. Pero esas palabras nos permiten ver que Leonardo sabía que la Tierra  gira  en torno  al Sol, y que no es el Sol el que da la vuelta cada día alrededor de  la Tierra,  como  se había  creído  durante miles  de  años.  Quizá Leonardo se limitó  a esta única  frase porque sabía que en la Biblia no se decía nada de ello y que muchos creían  que, después de 2.000 años,  las cosas de la naturaleza se debían seguir  viendo como las habían visto los judíos  cuando se escribió  la Biblia. Pero lo que  llevó a Leonardo a guardarse para  sí todos  sus maravillosos descubrimientos  no  fue  sólo  el  miedo   a  ser  considerado un hereje.  Conocía  muy  bien  a los humanos y sabía  que  lo emplean todo  para matarse unos  a otros.  (…) No todos  los inventores fueron, por desgracia, tan buenas personas como Leonardo da Vinci, y así los seres  humanos han  llegado a saber  desde hace  tiempo lo  que  él no  quiso enseñarles. : En la época  de Leonardo da Vinci había  en Florencia una  familia especialmente rica  y poderosa. Eran  comerciantes de  lana  y banqueros. Se llamaban los Médicis  y, con su consejo e influencia, dirigieron la historia de la ciudad casi todo  el tiempo entre  los años  1400 y 1500, como  lo había  hecho antiguamente Pericles  en  Atenas. El  principal miembro de  la  familia   fue Lorenzo  de Médicis,  llamada «el Magnífico»  por el hermoso uso que dio a su gran riqueza.
Se  preocupaba  por   todos   los  artistas  y  eruditos.  Si  se  enteraba  de  la existencia de  algún  joven  dotado, lo  llevaba  a  su  casa  y  le proporcionaba instrucción. Por las costumbres de aquella casa puedes ver cómo  pensaba la gente  de entonces. No había  allí en la mesa  ningún orden de preferencia por el que  los más  ancianos y nobles  se hubieran de sentar en la cabecera,  sino que  el primero en aparecer ocupaba el lugar  preferente junto  a Lorenzo  de Médicis,  aunque fuera  un  muchacho aprendiz de  pintor; y quien  llegaba  el último, se sentaba al final, aunque se tratara de un embajador.
Todo  aquel  placer  nuevo por  el mundo, por  las  personas eficientes  y los objetos  hermosos, por  las  ruinas y los  libros  de  romanos y griegos  fueron imitados pronto en todas  partes, pues  una  vez que  se ha descubierto algo, el resto   de   la  gente   no  tarda  en  aprender.  En  la  corte   del   papa,   que   se encontraba de  nuevo en  Roma,  se  llamó  a  los  grandes artistas para   que construyeran palacios  e iglesias  según  el nuevo estilo  o los  decoraran con cuadros y  esculturas.  En  particular,  cuando  algunos  clérigos   ricos  de  la familia  de los Médicis  fueron elegidos papas, vivieron en Roma  los mayores artistas de toda  Italia, que crearon allí sus obras  más grandes. Es cierto que la nueva manera de  ver  las  cosas  no  estaba   siempre en  consonancia con  la antigua piedad y, por tanto,  los papas de entonces fueron menos  sacerdotes y curas   de  almas   de  la  cristiandad  que   príncipes magníficos deseosos de conquistar Italia y que gastaron de su capital  inmensas sumas de dinero para maravillosas obras de arte.
Esta actitud de  renacimiento de  la Antigüedad pagana se había  extendido igualmente  por   las   ciudades  de   Alemania  y   Francia.  Los   burgueses comenzaron también allí  a interesarse poco  a poco  por  las  nuevas ideas  y formas  y se dedicaron a leer nuevos libros en latín. Esto era más fácil y barato desde 1453, pues,  ese año, un alemán realizó  un gran  invento; un invento tan extraordinario como la invención de las letras  por  los fenicios.  Se trataba del arte  de  la imprenta. Hacía  tiempo que  se conocía  en China  —y desde hacía algunas décadas, también en Europa— la posibilidad de impregnar con tinta negra  planchas de madera talladas e imprimirlas después sobre papel.  Pero el descubrimiento del  alemán Gutenberg consistió   en  tallar   letra  a  letra  en taquitos de  madera, y no  placas  enteras. Esos  taquitos se podían colocar  a continuación en  una  especie  de  cajas  que  se  sujetaban en  un  marco  y  se imprimían cuantas veces se deseara. Una vez hecho  un número suficiente de copias  impresas de la página, se separaba el marco,  y las letras  podían volver a componerse. Era sencillo  y barato. Más sencillo  y barato, por supuesto, que cuando se copiaban los libros uno a uno en un trabajo  de años, como tuvieron que  hacer  los  esclavos   romanos y  griegos   y  los  monjes.   Pronto hubo   en Alemania e Italia un gran  número de imprentas y de libros  impresos, Biblias y otros  escritos,  y se comenzó a leer con pasión en las ciudades y hasta  en el campo.
Pero  por  aquel  entonces otro  descubrimiento transformó el  mundo más todavía. Fue  la  invención de  la  pólvora. Los  chinos  la  conocían   también, probablemente, desde  hacía   tiempo,  pero   la  emplearon  sobre   todo   para fuegos  artificiales y cohetes.  Fue en Europa donde, a partir del  año  1300, se comenzó a disparar cañonazos contra  castillos  y personas. Y no pasó  mucho tiempo hasta  que los soldados individuales tuvieron en sus manos enormes y toscas  armas de  cañón.  Es cierto  que  era  más  rápido disparar con  arcos  y flechas.  Un buen  arquero inglés  podía lanzar por  entonces 180 flechas  en un cuarto  de  hora,  que  es lo que  le costaba  a un  soldado cargar  el arcabuz y hacer fuego  con una  mecha  encendida. Sin embargo, en la Guerra de los Cien Años entre  Francia  e Inglaterra se utilizaron ya en varias  ocasiones cañones y armas individuales, que se difundieron cada vez más a partir de 1400.
Pero aquello no era digno  de  caballeros. No  se  consideraba  caballeresco meterle  a  alguien  una   bala   en  el  cuerpo desde  lejos.  Ya  sabes que los caballeros  estaban  acostumbrados   a   galopar  unos  contra    otros    para desmontar al adversario. Ahora,  para  defenderse de las balas  de los ejércitos de ciudadanos tenían  que llevar armaduras cada vez más pesadas y gruesas y pronto  dejaron de  montar a  caballo   con  cotas  de  malla;  y,  con  aquellas corazas,  comenzaron a parecer hombres de hierro.  Apenas podían moverse. Aquello era,  sin  duda, muy  imponente, pero  daba   un  calor  terrible y  no resultaba nada práctico.
Esa es la razón  de que se llame el último caballero al emperador alemán que gobernó en torno  al año  1500. Su nombre era  Maximiliano y pertenecía a la familia   de   los  Habsburgo,  cuyo   poder  y  riqueza  no  habían  dejado   de aumentar desde el rey  Rodolfo  de  Habsburgo. A partir de  1438 esta  familia no  fue  sólo  poderosa en  su  propia tierra  austríaca, sino  tan  influyente en general que únicamente se elegía emperadores alemanes a los Habsburgo. Sin embargo, la  mayoría de  ellos,  y también Maximiliano, el último caballero, lucharon  mucho  y  tuvieron  numerosas  preocupaciones con  los  nobles   y príncipes alemanes que  gobernaban casi  sin  cortapisas en  sus  feudos y  a menudo no  querían siquiera seguir  al emperador a la guerra cuando se lo ordenaba.
Desde  que había  dinero, ciudades y pólvora, la concesión de tierras  con sus campesinos como  recompensa por  servicios   de  guerra había  quedado tan anticuada como  la  propia caballería. Por  eso,  en  las  guerras que  mantuvo contra  el rey francés  por  las posesiones en Italia, Maximiliano no entró  ya en combate con sus caballeros sino que pagó  soldados que, a partir de entonces, fueron a la guerra para  ganar  dinero. Esos  soldados recibían  el nombre de lansquenetes. Eran  unos  tipos  feroces  y toscos,  vestidos con ropas increíblemente llamativas; personas cuyo mayor disfrute consistía en saquear. No luchaban por  su patria, sino  por  dinero, y marchaban con quien  más  les pagara. Por  eso el emperador necesitaba mucho dinero. Y como  no lo tenía, hubo  de  pedir prestado a comerciantes ricos  que  vivían  en  las ciudades. A cambio,  tuvo  que mostrarse amable con éstas, lo cual molestó a los caballeros que vieron  cómo eran cada vez más prescindibles.


A Maximiliano no le gustaba en absoluto tener  que atender a todas  aquellas preocupaciones  tan   complicadas. Habría  preferido  participar  en  torneos, como los caballeros de antes,  y describir sus aventuras en versos  hermosos a la dama de su corazón. Era una  extraña combinación de viejo y nuevo, pues le  gustaba mucho el  nuevo arte  y  no  cesaba  de  pedir al  máximo pintor alemán, Alberto Durero, que  había  aprendido mucho de  los italianos, pero aún  más de sí mismo,  que realizara cuadros y grabados para  darle  fama. Así, el  primer artista nuevo alemán nos  retrata en  sus  magníficos cuadros  el auténtico aspecto  del último caballero. Sus pinturas, al igual  que  los cuadros y  edificios   de   los  grandes  artistas  de   Italia,   son   los  «pregoneros» que anunciaron a  la  gente:  «¡Atención!  ¡Ha  comenzado una  nueva era!».  Y, si hemos  llamado noche  estrellada a la Edad  Media,  debemos considerar a esta nueva época  despierta que  se  inició  en  Florencia como  una  clara  y  lúcida mañana.


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